Versión extendida de la columna publicada en IFM Noticias: “El Wi-Fi no llega al alma: gerentes conectados, equipos desconectados”.
Cuando la conexión deja de conectar
A 4 500 metros, el Wi-Fi se rinde. El silencio se vuelve nítido, el aire se espesa y el tiempo deja de correr para empezar a existir. En la montaña —sin notificaciones ni correos— entendí que el problema no era la falta de señal, sino el miedo a estar desconectado. Ese miedo no es técnico, es cultural.
En las organizaciones ocurre lo mismo. Confundimos conexión con compromiso y disponibilidad con productividad. Vivimos en modo online permanente, pero cada vez más ausentes. La desconexión consciente en el liderazgo no es evasión: es una competencia estratégica. Como sostuve en La mano visible del management serio, la transformación real no depende de estar conectado, sino de pensar con coherencia, propósito y método.
Hiperconexión: la nueva adicción corporativa
La hiperconectividad es la droga del management moderno. La consumimos en dashboards, chats y relojes inteligentes. Creemos que estar disponibles es estar comprometidos, cuando en realidad es una forma elegante de agotamiento.
Investigaciones recientes demuestran que esta adicción tiene un costo real.
Mazmanian, Orlikowski y Yates (2013) describieron la paradoja de la autonomía: mientras los profesionales creen ganar libertad con la tecnología móvil, terminan cediendo el control de su tiempo y de su identidad laboral. Años después, Derks y su equipo (2014) comprobaron que el uso constante del smartphone rompe los límites entre trabajo y vida personal, bloqueando la recuperación emocional. Lo que empezó como una herramienta de eficiencia se convirtió en un sistema de vigilancia voluntaria.
El liderazgo cayó en la trampa de la inmediatez: responder rápido, aunque no sea lo importante. Como advertí en Discursos perfectos, cuando la inmediatez reemplaza la profundidad, el liderazgo pierde sustancia.
Cuando el cliente nunca duerme
Durante años repetimos que el cliente es lo primero. Pero nadie dijo que debía ser a toda hora. En nombre del servicio, concedimos el derecho de contactarnos cuando quiera, por donde quiera y como quiera. Y lo peor: aprendimos a sentir culpa si no respondemos.
Esa cultura 24/7 tiene un precio silencioso.
Meier y Reinecke (2021) demostraron que la presión por estar siempre disponibles genera un “paradigma de desconexión imposible”, donde el descanso se percibe como amenaza a la eficiencia. No todo cliente merece el derecho a tu agotamiento. Si te cambia porque no contestas mientras cenas con tu hijo, nunca fue cliente: fue carcelero.
El liderazgo también se mide en la capacidad de poner límites sin perder respeto, de servir sin perder dignidad y de recordar que la coherencia también es una forma de servicio, como desarrollo enDe la forma al fondo.
El costo humano del WiFi gerencial
Las empresas que confunden conectividad con liderazgo construyen culturas agotadas: reuniones innecesarias, correos a medianoche, mensajes “urgentes” que caducan antes de leerse. El ruido digital es la nueva forma del silencio institucional: todos comunican, nadie escucha.
El modelo de recuperación del estrés de Sonnentag y Fritz (2015) muestra que desconectarse psicológicamente del trabajo es esencial para evitar el desgaste. Sin ese límite, el cerebro no distingue entre esfuerzo y descanso y aparece el síndrome más caro del siglo XXI: el burnout gerencial. Las psicólogas Maslach y Leiter (2022) confirmaron que el agotamiento no es un fallo individual, sino una señal estructural de culturas laborales insostenibles. Como escribí en Management de utilería, el activismo sin dirección no es liderazgo: es fatiga con cargo de gerente.
Lo que estamos enseñando sin darnos cuenta
El liderazgo no solo se mide en resultados, sino en modelos culturales. Nuestros equipos —y nuestros hijos— aprenden más de cómo gestionamos el tiempo que de lo que decimos sobre él. Si nos ven revisar correos mientras almorzamos o atender mensajes en vacaciones, entenderán que trabajar siempre es más importante que vivir a veces.
El sociólogo Hartmut Rosa (2019) lo llama alienación temporal: la aceleración se convierte en norma emocional. Ese modelo se replica en las empresas: productividad como presencia constante, atención reemplazada por respuesta inmediata.
En cambio, la desconexión consciente en el liderazgo enseña otra forma de poder: la de elegir cuándo estar disponible y cuándo estar presente. Estar disponible es reacción. Estar presente es dirección. Esa diferencia separa la empresa con alma de la que solo tiene indicadores, como profundizo en El propósito organizacional.
Del ruido digital al pensamiento estratégico
El liderazgo lúcido no se mide en horas de conexión, sino en la calidad de las decisiones que sobreviven al ruido. No basta con responder rápido; hay que pensar lento y decidir con propósito.
Un estudio de Kraut y Burke (2015) demostró que el bienestar y la efectividad aumentan cuando las interacciones digitales se equilibran con espacios de conexión humana real. Esa conclusión parece obvia, pero en la práctica casi ninguna empresa la cumple.
Tres movimientos que marcan la diferencia:
- Evalúa por impacto, no por velocidad. Las decisiones lentas pero sólidas ahorran meses de correcciones rápidas.
- Bloques diarios de silencio operativo. No son pausas, son inversiones en criterio: ahí se separa la dirección de la reacción.
- Reuniones que escriben en vez de hablar. Un informe de una página obliga a pensar antes de opinar, y eso vale más que cualquier “update” semanal.
La desconexión consciente en el liderazgo no es aislamiento, es distancia inteligente para pensar sin interferencia. Un líder que no sabe pausar no sabe dirigir. Porque sin pausa no hay criterio, y sin criterio no hay estrategia.
Y como ya advertí enInnovación sin estrategia, las organizaciones que confunden actividad con dirección terminan agotadas y vacías de sentido.
Desconectarse también es estrategia
La desconexión consciente en el liderazgo no es evasión: es dirección. Implica proteger la atención, cuidar la energía, recuperar el tiempo y restaurar la lucidez. En un mundo que exige velocidad, la pausa es una ventaja competitiva.
Como advierten Cabanas e Illouz (2019), la búsqueda obsesiva de bienestar instantáneo termina alejándonos de la plenitud. En las empresas sucede igual: perseguir conexión constante no construye cultura, la desgasta.
En la montaña no hay señal. Tampoco en muchas salas de juntas. Allá arriba, el silencio conecta lo esencial; abajo, el ruido corporativo lo tapa.
Desconectarse no es apartarse del mundo: es reconectarse con lo que de verdad importa.

